jueves, 17 de octubre de 2019

Barcelona está que arde



Ese martes de octubre había amanecido gris. Su madre había hablado por teléfono. Algo pasaba con una sentencia. También Asunción andaba con el móvil, contestando wasaps de su familia mejicana, quien preguntaba cómo estaba la cosa en la Barcelona. Él, asomado a la ventana, veía pasar furgones de policías y gente. Para arriba y para abajo del Paseo. En la tarde el tema fue cobrando mayor intensidad. Elena, la madre, avisó a la vecina. Jacinto con sus siete años, tuvo trabajo en convencerla de que se volviera a su casa. Si él estaba cuatro horas solo cada mañana, qué importaba estar un rato solo en la tarde, le decía. La pobre mujer estaba a la espera de una hija que venía de un viaje de trabajo desde Santo Domingo y estaba atareada con seguir los incidentes del aeropuerto, así que accedió.

Desde la ventana vio fuegos, no había duda.  Tenía la oportunidad de verlos al alcance de la mano. Olía mal, el aire olía fatal, pero no quería cerrar la ventana. La gente estaba muy alterada. Le vino a mente que la colonia podría atenuar ese olor tan feo, así que, con el paragüero boca abajo, hizo un fueguito, cerca de la ventana. Quería imitar a esos que tiraban contenedores de basura y los prendían fuego luego. Con la colonia de baño se manchó un poco, las manos, el pantalón y los zapatos. El fuego se incrementó al contacto con las llamas. Al asustarse, cerró la ventana. Estaba hipnotizado con las lenguas de fuego que iban tomando las cortinas, y sus pantalones. El olor a carne chamuscada le produjo terror, pero sus manos ardieron al intentar sofocar el fuego y sólo podía mover la silla intentando huir del fuego. Al dormirse tuvo un sueño. Volaba, en un dragón, sobrevolando una ciudad bajo la lluvia.

Julián llevaba trece años en el cuerpo de bomberos de Barcelona.  No podían acercarse al inmueble, por las barricadas de los manifestantes y por los coches de policía. Cuando pudieron acceder el humo era intenso y se podía ver desde la calle. Subieron y ante la gente que se arremolinaba en la acera, expectantes, y los vecinos que salían con lo puesto, le vino a la memoria una asistencia a un parto en el mismo edifico, años atrás. 

Al entrar olía a colonia infantil y a carne quemada. Hicieron su trabajo, pero era tarde, un niño estaba muerto en una silla de ruedas, mirando hacia la ventana. Había acelerantes de ignición, no había duda. El cuerpo de la policía científica ya entraría en acción después, pero él bajó las escaleras mientras pensaba qué miedos habría tenido el niño de la silla de ruedas. Al día siguiente, en la prensa local, había un recuadro diminuto con unas iniciales de una víctima del incendio declarado en La Pedrera, y cuya causa estaba en periodo de investigación, según rezaba la noticia. El diario estaba lleno de las hogueras que habían alumbrado la noche y dejado insomnes a los barceloneses.

Julián tenía dos días libres. Cuando pudiera, llevaría a su hija al zoo.  Tal vez la montara en un pony, como una princesita de cabellos dorados, cabalgando libre y sin dragones que temer.