Ese martes de octubre había
amanecido gris. Su madre había hablado por teléfono. Algo pasaba con una
sentencia. También Asunción andaba con el móvil, contestando wasaps de su
familia mejicana, quien preguntaba cómo estaba la cosa en la Barcelona. Él, asomado a la
ventana, veía pasar furgones de policías y gente. Para arriba y para abajo del
Paseo. En la tarde el tema fue cobrando mayor intensidad. Elena, la madre, avisó a la vecina. Jacinto con sus siete años, tuvo trabajo en
convencerla de que se volviera a su casa. Si él estaba cuatro horas solo cada
mañana, qué importaba estar un rato solo en la tarde, le decía. La pobre mujer
estaba a la espera de una hija que venía de un viaje de trabajo desde Santo
Domingo y estaba atareada con seguir los incidentes del aeropuerto, así que
accedió.
Desde la ventana vio fuegos, no
había duda. Tenía la oportunidad de
verlos al alcance de la mano. Olía mal, el aire olía fatal, pero no
quería cerrar la ventana. La gente estaba muy alterada. Le vino a mente que la colonia podría atenuar ese olor tan feo, así que, con el
paragüero boca abajo, hizo un fueguito, cerca de la ventana. Quería imitar a
esos que tiraban contenedores de basura y los prendían fuego luego. Con la
colonia de baño se manchó un poco, las manos, el pantalón y los zapatos. El
fuego se incrementó al contacto con las llamas. Al asustarse, cerró la ventana.
Estaba hipnotizado con las lenguas de fuego que iban tomando las cortinas, y
sus pantalones. El olor a carne chamuscada le produjo terror, pero sus manos
ardieron al intentar sofocar el fuego y sólo podía mover la silla intentando
huir del fuego. Al dormirse tuvo un sueño. Volaba, en un dragón, sobrevolando
una ciudad bajo la lluvia.
Julián llevaba trece años en el
cuerpo de bomberos de Barcelona. No podían acercarse al inmueble, por las barricadas de los
manifestantes y por los coches de policía. Cuando pudieron acceder el humo era
intenso y se podía ver desde la calle. Subieron y ante la gente que se
arremolinaba en la acera, expectantes, y los vecinos que salían con lo puesto,
le vino a la memoria una asistencia a un parto en el mismo edifico, años atrás.
Al entrar olía a colonia infantil
y a carne quemada. Hicieron su trabajo, pero era tarde, un niño estaba muerto en
una silla de ruedas, mirando hacia la ventana. Había acelerantes de ignición, no había duda. El cuerpo de
la policía científica ya entraría en acción después, pero él bajó las escaleras
mientras pensaba qué miedos habría tenido el niño de la silla de ruedas. Al día
siguiente, en la prensa local, había un recuadro diminuto con unas iniciales de
una víctima del incendio declarado en La Pedrera, y cuya causa estaba en
periodo de investigación, según rezaba la noticia. El diario estaba lleno de las hogueras que habían alumbrado la noche y dejado insomnes a los barceloneses.
Julián tenía dos días libres. Cuando pudiera, llevaría a su hija al zoo. Tal vez la montara en un pony, como una
princesita de cabellos dorados, cabalgando libre y sin dragones que temer.